Los intérpretes y la maldición auditiva
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Hace unos meses atrás, estaba charlando por teléfono con una querida colega en el extranjero cuando me contó sobre una discusión graciosa que tuvo con el marido la noche anterior. Nada del otro mundo; sino una más de las tantas discusiones mundanas entre marido y mujer como a quién le toca lavar los platos o sacar la basura.
Parece que, en plena discusión, el marido la paró en seco y le exigió que lo dejase terminar de hablar.
En cámara, el rostro de mi amiga llenaba la pantalla y, con sinceridad en los ojos, me dijo que no había sido su intención interrumpirlo, sino que ya sabía lo que él iba a decir a continuación.
Y después me hizo la pregunta del millón: ¿vos pensás que es un gaje del oficio no dejar que los demás terminen de decir lo que quieren decir solo porque ya sabemos qué van a decir y estamos listos para responder antes de que terminen de decirlo?
Tal vez sí. Y si lo es, entonces definitivamente estamos malditos. Digo "tal vez" porque, maridos aparte, a mí me pasó y me pasa lo mismo.
Me ha pasado interrumpir a mis amigos más seguido de lo que me gustaría admitir e, incluso (aunque probablemente no deba decir esto públicamente) he suprimido un bostezo del aburrimiento tras haber anticipado toda la conversación en mi cabeza antes de que suceda: como cuando adivinás quién es el asesino a cinco minutos de empezada la película.
¿Es nuestra culpa? ¿Somos los intérpretes personas horribles, impacientes y desalmadas incapaces de escuchar a los demás? ¿Acaso no se supone que somos oyentes expertos?
¡Lo somos! Oyentes expertos. Así que, en todo caso, no deberíamos culpar a los intérpretes sino a la interpretación misma.
Uno de los primeros ejercicios que todos los estudiantes de interpertación hacemos cuando aprendemos a interpretar simultáneamente es anticipar lo que los oradores van a decir a continuación. Nuestros cerebros aprenden a procesar contexto, sintaxis, gramática, lenguaje corporal, tono de voz, colocaciones, roles zeta, y más a la velocidad de la luz para que podamos, al menos, predecir la dirección que van a tomar los oradores y decidir acordemente.
Es un proceso que nos sale natural y automáticamente; casi como si tuviésemos el cerebro en estado constante de recalibración como el GPS del auto o del teléfono celular que determina el mejor camino para volver a casa a cada vuelta de la esquina.
Sumale treinta años de matrimonio y seguramente mi amiga y su marido podrían haberse ahorrado la conversación entera y terminar de lavar los platos en silencio y en un santiamén.
También creo que la maldición empeora cuando sentimos una buena conexión con quien estamos hablando y no podemos esperar para decir: ¡yo también! o, simplemente, demostrarle que entendemos cómo se sienten. Es como sufrir de un exceso de empatía y tener una bola de cristal lingüística a la misma vez.
Y me hacer pensar si no les pasa lo mismo a los miembros de otras profesiones. ¿Acaso los dentistas pueden darse cuenta si alguien rechina los dientes simplemente al verlos comer? ¿Acaso también les arruina las citas románticas? ¿Puede mi profesor de tango saber si alguien es un/a buen/a bailarín/a según el calzado que vista? ¿Eso significa que pueden elegir a los mejores compañeros de baile con solo mirarlos mientras el resto de nosotros, meros mortales, batallamos para proteger nuestros probres deditos del pie en el fondo de la pista?
¿Es posible que nuestro trabajo ponga en peligro amistades y matrimonios simplemente porque no es agradable conversar con nosotros? Y si es así, ¿cómo nos deshacemos de la maldición?
Tal vez necesitamos tener un botón especial, como el que usamos para cambiar de canal en Zoom, que nos permita encender y apagar nuestros poderes especiales según la ocasión: ahora soy intérprete, ahora, no.
Si tan solo fuese posible...
Nota publicada originalmente en la edición de agosto de 2021 del Boletín del ITI London Regional Group bajo A View From The Booth.
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